La isla de São Miguel en Azores, concentra después de Flores y São Jorge, los mejores cañones del archipiélago. Existen 18 barrancos abiertos, aunque únicamente 8 tienen interés deportivo, presentando el resto recorridos muy largos con escasos rápeles. São Miguel, la isla verde, es la mayor isla de las Azores, la más poblada y, por consiguiente, la capital administrativa del archipiélago. Alberga grandes reservas hídricas gracias a los gigantescos lagos formados tras la inundación de las calderas volcánicas. La actividad sísmica sigue estando muy patente en diversos puntos, en los que existen fumarolas y aguas termales. Hay bastantes cursos de agua permanentes, aunque ninguno ha formado barrancos ni muy largos ni muy técnicos. Además, todos los barrancos abiertos siguen la tónica general de tener pequeños rápeles y caudales más bien bajos.
De las nueve islas que forman las Azores, Flores con 42 barrancos abiertos es, sin duda, el paraíso y el lugar de referencia para la práctica del barranquismo en el archipiélago. São Jorge con 25 descensos ocupa una merecida segunda posición en el ranking. São Miguel con 18 barrancos es la tercera isla con mayor potencial. Santa María y Faial con 8 descensos cada una se sitúan en cuarto lugar. Terceira con sólo 3 barrancos es la isla con menor interés para la práctica de nuestro deporte. Por último, Corvo, Graciosa y Pico, las tres islas restantes, no cuentan con ningún barranco abierto.
Durante la Semana Santa de 2017 visité São Miguel en un viaje que organicé unos pocos días antes, tras confirmarse en el último momento que no íbamos a salir nuestro habitual grupo de amigos, como otros años, a ningún punto de Europa para descender barrancos.
Fue un viaje que me marcó y que me permitió vencer algunos miedos, al poder descender a varios miles de kilómetros de casa y en solitario barrancos que, aunque no eran técnicamente muy comprometidos, sí que ofrecían unas bonitas condiciones y, sobre todo, bastante aislamiento. Durante los días que estuve en la isla prácticamente no paraba ni a comer ni a cenar, simplemente comía cualquier cosa cuando iba de un sitio a otro con el coche. Todos los días me acostaba a las ocho de la tarde y me levantaba un poco antes de las seis de la mañana. Hacía barrancos, exploraba la isla, salía a correr, a hacer fotos… Fueron unos días muy intensos en los que intenté no estar parado ni un solo momento y de los que guardo muy buenos recuerdos, como por ejemplo el de la formidable puesta de sol durante una tarde de lluvia que plasma la imagen inferior…